El error de enjuiciar
Enjuiciar es convertir en atributo del otro lo que es en realidad mi reacción emocional hacia él. Por ejemplo, estoy con Elena y me aburro. Cuando me despido pienso: “¡Qué aburrida es Elena!”. Lo mismo puede ocurrir en el sentido opuesto. Lo paso muy bien y entonces digo: ¡Qué divertida es Elena!
Si bien el segundo caso parece más dulce e inofensivo, ambos se nutren del mismo error: me percibo a mí mismo como un centro absoluto de observación desde donde lo que es mi reacción emocional hacia el otro lo convierto en un rasgo de él. Si me aburre... es aburrido. Si me agrada... es lindo. Si me desagrada... es feo. Si frustra mis expectativas... es inútil.
Cuando actúo así estoy desconociendo que soy una parte entre otras, con características y necesidades específicas, y que esas necesidades pueden ser satisfechas por quienes tengan una relación de afinidad con ellas. Por lo tanto la satisfacción o no de mis expectativas nada dice acerca de quién es el que está conmigo, solo caracterizan el grado de afinidad de ese vínculo.
La frecuencia de esta reacción inmadura nos informa que no es un problema individual aislado sino la manifestación de un estado evolutivo que como especie estamos experimentando.
Son en verdad pocos los que han alcanzado un nivel de consciencia que les permite comprender íntegramente el error de enjuiciar y todas sus implicaciones. Cuando eso ocurre desaparecen de la vida de esas personas el reproche, la descalificación, la pelea innecesaria...
La actitud de enjuiciar adquiere especial importancia en la relación entre padres e hijos. La madre está ocupada lavando los platos y su hijo pequeño la requiere con insistencia para que juegue con él. Ella le dice: “¡Eres insaciable!, ¡nunca estás contento!, ¡eres un demonio!, ¡todo el día molestando!” La madre confunde lo que a ella le molesta en ese momento con lo que es molesto en sí mismo. Con los niños esto es especialmente perturbador porque ellos lo incorporan como la definición cierta de lo que son y, por supuesto, altera seriamente la construcción de su identidad.
Este es un claro ejemplo de cómo dos necesidades legítimas –la de madre de lavar los platos y la del hijo de jugar con ella- quedan convertidas, por la ignorancia del enjuiciar, en una madre decepcionada y acusadora y en un hijo malo y culpable.
Esto también ocurre entre los adultos. Hay un desencuentro en una relación y si somos enjuiciadores yo le digo: “¡¡¡Lo que pasa es que eres intolerante, fría y desconsiderada!!!” y ella me dice: “¡Eres tú el egoísta, desconsiderado y abusador!” Cada uno emite un juicio descalificatorio acera de lo que el otro es, la pelea queda instalada y, si no se resuelve, el destino final es el alejamiento con ese sabor amargo que siempre dejan los reproches recíprocos.
El enjuiciar no solo ocurre entre las personas sino también con uno mismo. Si una parte mía actúa de un modo inseguro y deseo que actúe con más seguridad, desde mi ignorancia enjuiciadora puedo decirle: “¡Tú eres así, eres débil, no tienes arreglo!”
Así como el niño toma por cierto lo que la mamá le dice, el aspecto inseguro también toma como válido lo que su evaluador interior le transmite y, por lo tanto, lo que es un estado transitorio y transformable comienza a percibirlo como si fuera su identidad misma. Este enjuiciamiento interior es el que produce la tan frecuente sensación de baja autoestima.
En ambos casos, ya sea con el otro o conmigo, la ignorancia es la misma, el daño es semejante, solo cambia el destinatario.
Einstein dijo: “Nada se puede decir de lo observado si no se incluye la posición del observador”. Esto es lo que necesitamos incluir en nuestro universo emocional. Es como si todos tuviéramos anteojos, cada uno con un cristal de diferente color. El que tiene uno azul dice: “El mundo es azul”. Quien calza uno rojo le responde: “¡No, el mundo es rojo!” Y el que tiene uno verde a su vez replica: “¡Ustedes ven mal, el mundo es verde!” Y así comienzan las discusiones sin fin, hasta que empezamos a reconocer que tenemos gafas y que cada una es de un color diferente. Entonces podemos decir: “En realidad no sé exactamente de qué color será el mundo, sé que con estos anteojos lo veo azul”.
No sé exactamente cómo es Elena, lo que sé es que me aburrí (o me divertí) con ella. La madre podrá decirle a su hijo: “Comprendo que quieras jugar conmigo, si yo estuviera en tu lugar, tal vez querría lo mismo... lo que ocurre es que ahora estoy ocupada y no puedo jugar. Cuando termine lo vamos a hacer” Y el evaluador interior podrá decirle al aspecto inseguro: “No sé por qué funcionas así, sé que me frustra y quiero que te sientas más seguro... si tú también lo quieres, dime... ¿Qué necesitas recibir de mí para ser ayudado a sentirte más seguro?” La pregunta que surge ante este tema es: Pero hay cosas que creo que están mal, que no se deben hacer... ¿Tampoco se emite un juicio sobre eso? Es necesario distinguir el juicio sobre las acciones del juicio sobre el ser del otro.
Yo puedo afirmar: “Tal cosa que hiciste ha producido daño y es necesario que lo repares y que no lo repitas”. Incluso si es un delito podré iniciarle un juicio penal, pero no afirmo que el otro es en su esencia destructivo, como cuando decimos, por ejemplo: “¡Eres una basura, eres una porquería, eres ...!” Es decir, todos los insultos concebibles precedidos por la palabra “eres”. Cuando comprendo el error de enjuiciar, reconozco que ese espacio no es de mi jurisdicción y que lo que a mí me corresponde es transmitir el efecto, emocional, o de cualquier otro tipo, que la acción produce y lo que eventualmente demando para que lo que lesiona cese. Mi respuesta no pierde potencial expresivo ni eficacia resolutiva cuando dejo de enjuiciar. Simplemente me ubico en el lugar que me corresponde y no produzco un daño innecesario.
Fuente: El error de enjuiciar/Aprendices de emociones/ Norberto Levy